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El eterno resplandor: revolución y constitución en México

Hoy es 5 de febrero y en México se celebra la firma de la Constitución. Como un mantra sagrado se repite allá y acá que fue la más progresista de su tiempo, la más avanzada (suponiendo que avanzamos hacia un futuro mejor para los pueblos). Es un entendido incuestionable y es parte del relato. Aunque no conozcamos cabalmente ni sus artículos originales, ni su proceso de creación, sabemos que la Constitución del 17 fue producto de la revolución, y eso es lo importante. 

No es común que las constituciones se celebren actualmente. En América Latina, el caso de la Constitución Política del Estado plurinacional de Bolivia de 2009 y la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela de 1999 son excepcionales. Implican un quiebre en el decurso histórico de toda la región y son el resultado de procesos revolucionarios. Eso es lo que produce para el pueblo mexicano un orgullo peculiar y un recuerdo aún presente: que hace cien años sus familias se levantaron para defender la madre de todos, la que se dice Patria, y que de algún modo u otro aquella lucha quedó plasmada en un escrito que les permite volver a hacerlo.  

En aquel febrero de 1917 los que firmaban la Constitución en Querétaro le estaban tirando a matar a los zapatistas, quienes a pesar de todas las trabas carrancistas  participaron en la Convención que redactó la Constitución. Fue gracias a la fuerza que implicaba la presencia del Ejército suriano -el pueblo en armas- que se logró incluir aquellos artículos que contienen las reformas sociales más profundas de la Constitución. Para tranquilizar los ánimos y para ensayar la estrategia de cooptación el nuevo Estado declaró que “el Plan de Ayala estaba contenido en la nueva Constitución”. Operaciones quirúrgicas a las que el Estado mexicano se ha hecho experto desde sus orígenes.  

Sin embargo, aquellos que el jueves 28 de noviembre de 1911 en el pueblo de Ayoxuxtla habían decidido embarcarse en la lucha armada para lograr la independencia del nuevo poder colonial, tenían claro que aquella maniobra demagógica no iba a ser más que eso. Por eso, un mes después de este espectáculo liberal, Zapata promulgaba las leyes populares del territorio suriano: primero la “Ley sobre derechos y obligaciones de los pueblos” y luego la “Ley General Administrativa para el Estado de Morelos” bajo el siguiente principio: “Uno de los grandes anhelos de la revolución es el gobierno del pueblo por el pueblo”.

El C. General Emiliano Zapata, Jefe Supremo de la Revolución de la República [cursiva nuestra], a sus habitantes hago saber que: 

– Las legítimas aspiraciones del pueblo no podrán conseguirse mientras en las esferas gubernamentales tengan cabida individuos acostumbrados a tiranizar y explotar a los trabajadores.

– Todo funcionario público, cualquiera que sea su categoría, deberá pertenecer a las clases trabajadoras de la sociedad. En consecuencia, serán excluidos de las esferas gubernamentales los que NO tengan necesidad de trabajar para subsistir.

– Se concede acción popular para denunciar los fraudes cometidos contra la nación, los cohechos y sobornos de funcionarios y empleados públicos. 

– Los sueldos de funcionarios y empleados públicos no excederán de la cantidad que baste a su propia subsistencia y a la de su familia. Por lo tanto, se suprimen los sueldos llamados de representación y todo otro gasto que sirva para sostener la ostentación y el lujo.

Inclusive en estas leyes -que apuntaban a todas las esferas de la sociedad: la instrucción pública y militar; el cuidado de los niños y niñas; el papel de las mujeres y su derecho al divorcio- se incluía el deber del pueblo a hacerlas cumplir, de ahí deviene el derecho a estar en armas y en alerta. Era un proceso popular que comprendía los desafíos de estar haciendo una revolución. 

Y su desconfianza se hizo profecía muy pronto: poco después de firmado el Acta Constituyente, las Garantías Constitucionales fueron suspendidas en 6 estados del país (por estar “involucrados” en el alzamiento zapatista). Esto implicaba a su vez -y se encuentra en el decreto carrancista- el fusilamiento inmediato -y sin juicio previo- a personas “directa e indirectamente” involucradas con el levantamiento. La lista de sospechosos abarcaba desde alguien armado hasta los que fuesen “hallados cerca de las vías del tren” (esto último en relación a los sabotajes del ferrocarril que solían hacer los zapatistas para impedir los ataques o apropiarse del armamento militar). Y en relación a los derechos laborales, Carranza decretó la pena de muerte contra los trabajadores que incitaran a la huelga. Decreto que afectaba a todo el país. Si bien la nueva constitución contaba con aquellos artículos “de avanzada”, el líder -y hoy recordado como uno de los grandes estadistas- sabía cómo posar para las fotos y continuar con la arremetida genocida. 

En México el Estado está erigido sobre las cenizas de aquella revolución. Cenizas que no fueron producto ni del tiempo ni de circunstancias naturales, sino tumbas del genocidio que los federales y constitucionalistas (ambos “revolucionarios” en el relato oficial) llevaron adelante contra la población campesina, indígena y popular. Lo que se conoce como “Estado revolucionario” es el Estado que se gestó a cuestas y en contra justamente del proceso revolucionario. 

El problema entonces radica en preguntarnos qué entendemos por revolución: Hoy en día se combinan modas que ayudan de manera muy simpática a borrar de fondo el contenido real de lo que implica, produce y ambiciona una revolución. La guerra fría y la decadencia de la Unión Soviética dio mucha letra para armar analogías poco felices sobre “lo revolucionario”, reduciéndolo a “autoritario, burocrático, totalitario, dictatorial, patriarcal”. En México todo esto se asocia de manera peligrosa, pero también muy estratégica para la dominación, con el Partido Revolucionario Institucional (nombre poco metafórico y completamente alegórico), logrando manchar el significado con un significante que implicó en los hechos todo lo contrario a una revolución. A este descrédito y tergiversación del término revolución se le suma su actual banalización y relativización: “todo puede ser revolucionario”. Esta grandiosa estrategia -dedicada fundamentalmente al público millenial, centenial y sus derivados- le permite a los jóvenes ser (sentirse, más aún) revolucionarios en su metro cuadrado y con la destreza mínima que implica scrollear (la nueva función esencial del pulgar oponible). De esta forma, entre el olvido y la confusión, lo genuina y profundamente revolucionario ha sido reemplazado por estrategias de consumo, conformismo y autocomplacencia. 

Los sentidos comunes tienen un poco de esto y otro poco de aquello, y para este caso, el recuerdo -aunque amañado, enredado y acomodado a la dominación- cumple una función transgresora: denunciar la transformación casi total de los principios constitucionales que través de las reformas los últimos gobiernos -desde Salinas de Gortari hasta el presente- han realizado. Por eso, defender la Constitución en México no significa -y eso es algo que debemos ejercitar- defender el papel jugado por los verdugos, sino los huecos que ellos mismos fueron dejando para darles vuelta la jugada.

Recordar -además de la frase bonita “volver a pasar por el corazón”- se utilizaba antiguamente como sinónimo de “despertar”. En una actualidad que olvida, que está obligada a pensar sólo en el presente para vaciar de sentido lo que sigue, repasar el pasado y entender las huellas de quienes nos precedieron, es la única alarma que logrará despertarnos del insomnio eterno al que hemos sido condenados. Ser historaidorxs de nuestro pasado y arrebatarle a los de siempre el poder de contar, nos convertirá un poco más en protagonistas y un poco menos en espectadores de nuestra propia tragedia.  

3 comentarios en «El eterno resplandor: revolución y constitución en México»

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